Nunca me creyó cuando le decía que era perfecta. Se reía y me guiñaba el ojo mientras desaparecía doblando la esquina. Siempre me contestaba lo mismo: "Yo no soy perfecta, ni pretendo serlo. Tengo mis defectos, pero eso sí, son defectos encantadores. Mis defectos enamoran más que mis virtudes." Y yo sonreía cuál idiota pensando en la curva de sus caderas, en su manera de atusarse el pelo, presumida, engreída y sintiéndose orgullosa por ello. Era una orgullosa, una caprichosa, una egoísta. Una joya, vaya. Un diamante de los que ya no quedan. Nunca quiso cambiar aunque tampoco le hacía falta. Soy incapaz de imaginármela con vestidos largos, con modales refinados, miedo al amor, al compromiso. No sería ella y no me gustaría tanto. Porque, qué decir, si yo me muero por sus sonrisas pícaras, por tener que esforzarme para que me de un beso, bailar con ella hasta la madrugada; por ella entera.
Tenía razón cuando decía eso de que sus defectos eran encantadores, aunque yo era más de decirle que sus defectos eran follables. Sus defectos la convertían en alguien totalmente perfecta, en la excepción de la regla, mi martes 13.
Por lo tanto, yo también tenía razón.
Que ironía. Me enamoré de sus defectos antes que de sus virtudes.
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